domingo, 19 de abril de 2020

EN TIEMPOS DE PANDEMIA Y CONFINAMIENTO, UNA MIRADA PARCIAL A NUESTRO PARTICULAR PASADO SANITARIO (II)


A partir del siglo XVIII se redujeron las mortandades de carácter catastrófico y en algunas zonas del continente desde mediados del XVII, entre otras razones por la adopción de medidas preventivas y, ya en el siglo XIX, por los avances en medicina. No obstante, no desaparecieron las epidemias, como las de peste, tifus, gripe, tos ferina (Suecia es un buen ejemplo, con 40.000 niños muertos entre 1749 y 1764), o viruela; en los años ochenta del siglo XVIII – también después- fiebres tercianas, que igualmente las hubo en Campo de Criptana, fiebre amarilla en 1800, sobre todo en el sur, cólera en 1804 en tierras andaluzas, Murcia y Alicante, paludismo en ese mismo año y de nuevo cólera (100.000 muertos en Francia entre 1830 y 1837), por no seguir el relato más allá de ese siglo.

Antoine Jean Gros :
Visita de Napoleón a los apestados en Jaffa  (1804)

El cólera se convirtió en una de las enfermedades “estrella” en el siglo XIX, en el que se constituyó en el gran enemigo para la salud humana, relevando en ese papel a la peste y a la viruela; hasta bien entrado el siglo XX fue responsable de decenas de millones de pérdidas humanas. Era un tiempo en que la revolución de los transportes incrementó los desplazamientos humanos, lo que favoreció que desde la cuenca del río Ganges, en Asia, la enfermedad penetrara en Europa.


En España unas 800.000 víctimas causó a lo largo de todo el siglo XIX. Afectó en sus diversas oleadas principalmente a la mitad oriental de la península Ibérica, particularmente a los núcleos urbanos densamente poblados de la costa y a algunos del interior también. Como en el caso de la peste, los más afectados fueron los sectores sociales menos favorecidos por su peor alimentación, sus viviendas insalubres y el hacinamiento de las propias familias.

El antes y el después de enfermar del cólera (1831).
 (En The Sick Rose, ed. de Thames y Hudson )  

Tras algún brote anterior más localizado, en nuestro país se extendió desde enero de 1833 a partir de Portugal. Este primer brote fue tratado muy discretamente por la prensa española. Por ejemplo, en la prensa madrileña la situación real se disimuló hasta que la capital sufrió el azote en 1834. Se temía que la enfermedad paralizase las actividades de comercio, y es que cualquier epidemia de cólera o de otro tipo  acarreaba una crisis económica por la alteración de las comunicaciones y de los abastecimientos y por los gastos extraordinarios que conllevaba. No es raro, por ello, que en el transcurso de esa primera oleada se alternasen el control y la libre comunicación entre el centro y el sur de España; ya una Orden de 1 de julio de ese año eliminó la incomunicación entre zonas si bien se permitía que los pueblos no infectados adoptaran medidas de precaución.

En 1855 supuso una pérdida de entre el 1,5 y el 1,6% de la población española, que por entonces era de unos 15 millones de habitantes. En esa segunda oleada se trató de evitar ocultaciones de la epidemia por parte de las autoridades locales, que en ocasiones trataban con ello de reducir los perjuicios para la economía del lugar. Y es que la epidemia alteraba la vida de ciudades y pueblos: precios al alza, escasez de algunos alimentos, acusaciones de incompetencia entre políticos, etc. El descontento social degeneró a veces en auténticos motines en algunos lugares.

Reaparecería la enfermedad durante unos años desde 1885. Pero no solamente el cólera causó estragos, pues en diferentes lugares menudearon la viruela, el sarampión y la tos ferina, entre otras enfermedades. Las ciudades y pueblos, aplicando el recurso de los cordones sanitarios, se aislaban y controlaban sus entradas; las ciudades dotadas de murallas exteriores las emplearon como "barrera de acceso". A los sospechosos de portar la enfermedad se les conducía a los lazaretos, lugares donde eran sometidos a cuarentena o aislamiento preventivo.

El cólera en España (1885)
Campo de Criptana se vio libre del cólera en la oleada de los primeros años treinta del siglo XIX. Menos mal, dicho sea en relación con los medios sanitarios de que disponía, pues aunque es cierto que contaba con un Hospital desde hacía siglos, el llamado de San Bartolomé - ocupaba el solar en el que ahora tenemos el Teatro Cervantes -, solamente servía para atender a unos pocos pobres mendicantes transeúntes, tal como reconocía el propio Ayuntamiento en agosto de 1829. Eso sí, aunque no se dieron casos de infectados se adoptaron medidas preventivas; la Junta Municipal de Sanidad decretó el 19 de septiembre de 1833 las siguientes:


- Habilitar como lazareto, en caso de tener que establecer cuarentena para personas "sospechosas" de estar infectadas por la enfermedad, las habitaciones contiguas a la ermita del Cristo de Villajos salvo las reservadas para los dos "santeros" que allí había.

- Fijar como únicos puntos de entrada al pueblo - téngase en cuenta que el casco urbano tenía menos extensión que ahora - las siguentes calles: Plazuela del Pozo Hondo, Camino de la Puente (en parte, la calle Castillo actual), Empedrada (la de la Virgen del presente, entre las calles Castillo y Mediodía) y Villargordo (Cristo de Villajos).

- Se permitía la entrada y salida a la "Fuente de Agua Dulce" (la Fuente del Caño) solo a los vecinos del pueblo y para el servicio de quienes vivían en la ribera de los Molinos.
                          
Lo anterior se completó el 29 de ese mes, día en que se decretó cercar el pueblo con tapias dejando solo cuatro puertas de entrada en las calles citadas. Se valoró en unos 3.000 reales el importe de la obra.

Casco urbano de Campo de Criptana en 1885.

Como curiosidad, bueno es saber que eran por entonces médicos en el pueblo José Martínez Borja, Bernardino Guillén, José Antonio Tardío Reguillo, Ildefonso Martínez Borja y Águedo Parra.

En cuanto al lazareto de Villajos el 27 de julio de 1834 la Junta ordenó que se ocupasen de su guardia cuatro hombres que, para evitar contagios, no deberían dejar pasar a personas procedentes de Madrid ni de otras poblaciones de esa zona donde el cólera había hecho acto de presencia; al mismo tiempo estipuló que los santeros de la ermita deberían suministrar a un precio justo alimentos y otros artículos que necesitasen las personas sometidas a cuarentena.

Otro punto importante de entrada a vigilar era el Camino de Alcázar, para lo que se dispuso un cuerpo de guardia de caballería situado en el pajar y cuartillo del Conde de Cabezuelas que había en el extremo de las "heruelas", donde habría que tener algún producto para desinfectar los documentos que se dirigían a Campo de Criptana. Hay que aclarar que el correo entraba al pueblo por ese camino pues se traía desde Madridejos, núcleo de población destacado en la ruta de Madrid a Andalucía.

Un artículo demandado por los vecinos de Alcázar era la harina producida por los molineros criptanenses, artículo que como otros procedentes de nuestro pueblo se les suministraría, según aseguraba el Alcalde Mayor. En agosto de 1834 en Campo de Criptana había en activo 26 molinos de viento. El 14 de ese mes, dada la incomunicación establecida entre los dos pueblos días antes, se tomó la decisión de que la demanda de harina por parte de los alcazareños se cubriría con la obtenida de los tres molinos situados en el paraje de El Pico, a los que libremente podrían ir las gentes del pueblo vecino; por cierto, de esos tres molinos uno pertenecía a Pedro Campaya y los propietarios de los otros dos eran de Alcázar. Además, la Junta de Sanidad  dispuso que, si de otro molino criptanense quedase excedente de harina o de trigo, ese sobrante se podría pedir a través de la propia institución, que al momento acordaría la entrega, debiéndose utilizar las mismas precauciones que en relación con los otros pueblos contagiados, entre los que se contaba Herencia; y si Alcázar necesitase agua, lo mejor sería que se tomase a las puertas de Campo de Criptana pero sin entrar en el pueblo.

En una coyuntura como aquella los médicos estaban obligados a emitir partes diarios sobre defunciones y enfermedades que las causaban. Por su parte, el Alcalde Mayor los jueves y domingos debía remitir los suyos a la instancia superior, es decir, la Subdelegación de Rentas Reales del Partido de Alcázar de San Juan. En ninguno de esos partes se reflejaba la incidencia del cólera como causa de muerte en nuestro pueblo. 

La Junta de Sanidad se preocupaba por evitar el contagio atenta a evitar lo que pudiese dar lugar al mismo. En este sentido resulta interesante una anotación datada en su libro de actas el 23 de junio de 1834, en la que se ponía de manifiesto que había varios vecinos que vivían en cuevas sin ventilación ni aseo, y con el objetivo de la prevención el 12 de julio propuso - y se llevó a cabo - que puesto que los días de precepto había una misa en la iglesia parroquial a las 11 de la mañana y otra en la iglesia del Convento a las 10, a las que concurría mucha gente, con el fin de evitar la propagación de enfermedades hubiese otras dos: una a las 3 de la tarde en el Convento y otras a las 4 en la parroquia.

El Ayuntamiento, como es natural, se tomaba bien en serio la situación por la que se atravesaba y trataba de asegurar el control de las entradas del pueblo, de las que eran directamente responsables los jefes de las guardias instaladas en cada una de sus puertas, que podrían ser multados si dejaban pasar a forasteros que no llevasen consigo la documentación de tipo sanitario exigida. Como medida  preventiva también decretó que el 5 de agosto por la noche se trasladara a la iglesia parroquial desde su ermita la imagen del Cristo de Villajos dado que hasta allí acudía mucha gente de otros pueblos, y así se evitaría tal concurrencia y el posible contagio.


Precisamente por entonces se había decretado la incomunicación de Alcázar, lo que esa localidad aceptó sin replicar, señal de que era consciente de estar contagiada su población, según comentó nuestro Alcalde Mayor al Gobernador del pueblo vecino. A principios de agosto de 1834 la situación allí se había agravado pues día hubo en que fallecieron siete personas y por vecinos procedentes de ese lugar se sabía que la mayoría había muerto por los efectos del cólera. Y como en esa época las corporaciones municipales alguna competencia tenían en materia religiosa, el Ayuntamiento criptanense decretó, a la vista de los estragos que el cólera estaba causando en Alcázar, traer al pueblo la imagen de la Virgen de Criptana el viernes 22 de agosto con el fin de hacer rogativas durante nueve días y así pedirle la preservación del pueblo del azote de aquella enfermedad.

          FRANCISCO ESCRIBANO SÁNCHEZ-ALARCOS

                                                                      (continuará)


                          
                                                                          



     

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