viernes, 22 de mayo de 2020

EN TORNO AL PRIMER CENTENARIO DEL COLEGIO DE NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO - APUNTES PARA EL CONOCIMIENTO DE LA ENSEÑANZA PRIMARIA EN CAMPO DE CRIPTANA (I)




A principios de febrero del corriente año fue presentado, con asistencia de las autoridades locales, el programa de actos para conmemorar los cien años del centro educativo mencionado en el título, programa que, pese a las consecuencias de los problemas sanitarios que estamos viviendo, ojalá llegue a buen término y con todo el esplendor posible en febrero de 2021. Se trató, en su arranque, de una institución dedicada a la enseñanza elemental o primaria, condición que me lleva a exponer, aunque sea de forma muy sucinta, algunas notas encaminadas a describir el contexto histórico de ese nivel de educación en nuestro pueblo y en nuestro país desde la Edad Moderna.
Fachada principal del Colegio
(Fuente: elsemanaldelamancha.com)

Desde antiguo en muchos núcleos de población la enseñanza más o menos institucionalizada fue una actividad usual, por más que el nivel o calidad de la misma fuese muy dispar entre unos lugares y otros. Campo de Criptana, que contaba con alrededor de 4.500 habitantes ya en la segunda mitad del siglo XVI, seguro que contaba por entonces y ya antes con algún que otro docente  – no pocas veces personas sin título y con conocimientos harto sumarios - a pesar de que la parquedad de las fuentes documentales nos impida conocer detalles sobre ello.

En nuestro pueblo, al fin y al cabo un núcleo rural en aquella España del llamado Siglo de Oro, la situación de la enseñanza debía diferir poco de  su contexto español y, por lo tanto, moverse dentro de unos parámetros de clara deficiencia. Se conoce de principios del siglo XVII la petición elevada por la autoridad municipal criptanense al Rey, a través del Consejo de las Órdenes Militares, en el sentido de que se le concediese licencia para contratar a un maestro al que se le pagaría 3.000 maravedís anuales procedentes de los fondos de sus bienes de Propios; se aducía que la villa tenía más de 1.500 vecinos – es decir, cabezas de familia o unidades contribuyentes, por tanto no habitantes, que eran bastantes más según se ha apuntado más arriba - y que en ella no había ningún maestro que enseñara, con el cuidado que convenía, a leer, escribir y contar. Con fecha 23 de septiembre de 1603, desde Valladolid, Felipe III dio su visto bueno a la solicitud formulada.


Que durante la época de los Austrias, y posteriormente también, hubiera en una localidad maestro o maestros no garantizaba gran cosa en orden al nivel cultural de la mayor parte de sus habitantes pues un buen porcentaje de lo que se conoce como “población en edad escolar” no frecuentaba ningún tipo de escuela y, en consecuencia, el analfabetismo estaba muy extendido.
En los siglos XVI y XVII lo que con terminología de hoy llamaríamos enseñanza primaria tenía como objetivo enseñar a leer, a escribir y las más elementales operaciones de Aritmética, aparte de la doctrina cristiana. Por entonces la instrucción no figuraba como tal en las partidas de gastos del Estado; las escuelas o eran privadas o eran subvencionadas por los municipios; estos y a veces también patronatos de diversa índole aportaban fondos para la financiación, fondos por lo general tan exiguos que los maestros debían cobrar, además del salario que tenían asignado, algunas cantidades de dinero a los padres que no eran manifiestamente pobres, gastos que, aunque pequeños, hacían que buen número de familias desistieran de llevar a sus hijos a clase. En ocasiones, también con la colaboración de los ayuntamientos, las comunidades religiosas ofrecían sus servicios en ese sentido.
La precariedad de los recursos educativos, parece ser, no mejoró mucho con el paso del tiempo. En torno a 1700 en Campo de Criptana había un maestro titular con más de treinta años en el oficio, Alfonso Ramos Pueblas, quien, por aquello de sus corta retribución, se encargaba además de llevar el control del peso en la carnicería y otras dependencias públicas. Según su propio testimonio, en abril de 1701 tenía entre 70 y 80 alumnos en su escuela, y eso porque en esa época del año solía asistir el doble de lo que era habitual; para atenderlos tenía un ayudante, circunstancia esta que ciertamente no era nada rara en la profesión.

A esas alturas del tiempo había quien pensaba que con un maestro y una escuela no había suficiente; lo cierto es que hasta hacía pocos años antes había habido dos maestros. Entre los que eran de esa opinión se encontraba Cristóbal Sánchez Escribano, que en años anteriores había ejercido como tal en el pueblo, y los propios componentes del Ayuntamiento pensaban como él, por lo que la Corporación municipal ya había solicitado en marzo de 1701 al Rey y al Consejo de Castilla que se le concediese el título correspondiente. En efecto, Cristóbal consiguió su titulación, para lo cual debió quedar claro que él, sus padres - Cristóbal Sánchez y Juana Díaz de Quirós – y demás ascendientes eran “ christianos biejos limpios de toda mala raza de moros y judíos ereges y de los nuebamente combertidos [sic], así como que tampoco habían tenido “ oficios biles [sic], sino que estuvieron emparentados con gente principal de esta villa y obtuvieron beneficios honoríficos de ella; así pues, tuvo que demostrar, como era lo normal entonces para ocupar ciertos cargos, su “limpieza de sangre”.

Al fin, Cristóbal logró su pretensión de tener su propia escuela, para lo que necesitó presentar testigos ante el Ayuntamiento de que en efecto la suya también era necesaria; efectivamente, los testigos coincidían en que tenía que haber dos maestros dado el número de familias, alrededor de 800 decía él. Por otras fuentes se sabe que eran unos 850 vecinos contribuyentes, es decir entre 3.000 y 4.000 habitantes en esos años – téngase en cuenta que el siglo XVII había sido adverso demográficamente y Campo de Criptana vio disminuir su población; el propio Cristóbal decía que había más de 120 niños en edad de ir a la escuela, a la que muchos habían dejado de asistir por haber sólo un maestro, y aseguraba que había ejercido algunos años a gusto de los vecinos aun sin estar titulado. El asunto dio lugar a un pleito, pues Alfonso Ramos se sintió perjudicado; evidentemente, se tendrían que repartir los alumnos y eso haría descender sus ingresos previstos.

Carlos III,
obra de Andrés de la Calleja (1705-1785)
No cambió mucho el panorama a lo largo del siglo XVIII. La enseñanza primaria era defectuosa por la escasa calidad de los maestros y de los métodos empleados. La despreocupación por parte del Estado hacia estos asuntos fue casi total hasta el reinado de Carlos III (1759-1788), ya en la segunda mitad del siglo. Aparte de otras medidas, la Real Cédula de 12 de julio de 1781 estableció por primera vez la obligatoriedad de la enseñanza elemental, lo que realmente solo se cumplió sobre el papel. Así, siguieron yendo pocos niños a las escuelas, en las que continuaba la separación por sexos: las escuelas de niños, como antes, eran propiamente las de primeras letras, pues las de niñas seguían orientándose hacia la costura y otras tareas consideradas exclusivamente femeninas. Y en todas, también como en épocas anteriores, se impartía la doctrina católica.
La condición y la consideración del maestro tampoco habían registrado variación. Su salario era considerado más como una limosna que como justa remuneración por su trabajo; el hambre del maestro de escuela y sus estrecheces económicas llegaron a hacerse proverbiales y teniendo en cuenta que su clientela era escasa – la tasa de escolarización era muy baja, como se ha indicado – no extraña que hubiera rivalidad entre ellos por aquello de la competencia, no siempre leal debido al intrusismo en la profesión.
Reglamento de 1821
La revolución liberal que fue abriéndose paso en España a raíz de las Cortes de Cádiz y de la Constitución de 1812 sentó las bases de una educación entendida como servicio público que el Estado debía sostener. La Comisión de Instrucción Pública remitió en 1814 a las Cortes un “Proyecto de decreto para el arreglo general de la enseñanza pública“, que en 1821 devino en el primer “Reglamento general de instrucción pública” del régimen liberal, a partir del cual surgieron las regulaciones posteriores desde los supuestos, ya contemplados  en la mencionada Constitución, de uniformidad y universalidad de la primera enseñanza. El Reglamento completó las normas constitucionales, estableciendo que la enseñanza sufragada por el Estado sería gratuita y declarando la libertad para la enseñanza privada. Posteriormente, durante la primera mitad del siglo XIX, menudearon las reformas. Bajo la influencia del modelo francés,  centralizador, merece la pena mencionar al menos el “Plan de Estudios de 1845”.

En esa centuria un hito destacado en relación con la enseñanza en España fue el Concordato que el 16 de marzo de 1851 firmaron el Estado y la Santa Sede, en cuyo artículo 2º se establecía que en todos los niveles y centros educativos la instrucción debía ser conforme a la doctrina de la religión católica, así como que los obispos serían los encargados de velar por la pureza de la fe y de las costumbres y sobre la educación religiosa de la juventud “aun en las escuelas públicas”.
Portada de la edición oficial
del Concordato de 1851
Poco después la “Ley de Instrucción Pública” promulgada el 9 de septiembre de 1857, la llamada “ley Moyano”, en la línea centralista del liberalismo creaba un sistema educativo para una sociedad estática y con una estructura aún preindustrial. Esta ley, cuyo esquema rigió nuestro sistema educativo durante algo más de un siglo, no discriminaba a la mujer en cuanto  a la posibilidad de acceso a la educación pero sí en el modo de plantear el contenido de esta pues había materias específicas para niñas, precisamente las que las preparaban para ser amas de casa. Así pues, los defectos seculares de la enseñanza en España continuaban, sin impedirlo el papel atribuido en ella al Estado.

Portada de la "ley Moyano" (1857)

Se trataba, en suma, de una ley discriminatoria y determinante respecto al papel social que se reservaba a los alumnos, y claramente confesional, dada la influencia que la Iglesia Católica veía reconocida en su contenido. En su artículo 11 se estipulaba que el Gobierno procuraría que los curas párrocos tuvieran repasos de Doctrina y Moral cristiana para los niños de las Escuelas elementales al menos una vez por semana, y en el 153 se dejaba claro que los gobiernos podían conceder autorización para abrir Escuelas y Colegios de 1ª y 2ª enseñanza a los institutos religiosos de ambos sexos legalmente establecidos en España cuyo objeto fuera la enseñanza pública, “dispensando á sus jefes y Profesores del título y fianza ...” exigidos en general por la propia Ley.
Avanzando en el tiempo, la Constitución de 1876, vigente hasta 1923, aparte de establecer en su artículo 11 la confesionalidad católica del Estado español, en el 12 establecía que todo español podía fundar y sostener establecimientos de instrucción o educación, siempre con arreglo a las leyes.

Constitución de 1876
(Portada de la edición oficial) 
Por último, el Real Decreto de 18 de agosto de 1885, que fijaba las reglas a que habían de someterse los centros de enseñanza libres (privados), dejaba claro (artº 17) que en lo educativo en cuanto al dogma y la moral católicos la autoridad competente era la eclesiástica, y que en ellos el Gobierno (artº 2) solo se reservaba el derecho de inspección en cuanto a la moral cristiana, las instituciones fundamentales del Estado y las condiciones higiénicas.

Hecho el repaso a la legislación fundamental que enmarca la posibilidad de nacimiento del Colegio que es el centro de estas líneas, veremos a continuación algunos datos sobre la primera enseñanza en nuestro pueblo en los siglos XIX y XX.

  FRANCISCO ESCRIBANO SÁNCHEZ-ALARCOS
                               
                                                              (continuará)

1 comentario:

  1. Interesantísimo y deseando llegar a 1920 y la creación del "cole de las monjas"

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